El regreso

Rex llevaba ya tres días en casa. Había comido mucho y dormido hora tras hora, pero se negaba a beber. No importaba lo que intentáramos. El perro reaccionaba igual que un poseído frente al agua bendita.

Pero estábamos felices. El fiel compañero, nuestro querido Rex, uno más de la familia (quizá el preferido de todos), había reaparecido sano y salvo. De su aventura regresaba sucio y más delgado, pero, por lo demás, seguía siendo él, con su trufa negra, el morro color fuego, el pecho blanco y su inconfundible espolón. Y sin embargo, había algo distinto. A raíz de su desaparición, sus ojos emitían aquella especie de luz…

Yo fui la primera en advertirlo. Llegué a casa de noche y Rex me esperaba en el jardín. Solo distinguía dos puntos verdes, demasiado brillantes, espectrales. Me sobresalté, pero Antonio encendió las luces enseguida y después Rex se abalanzó sobre mí, sus pesadas patas sobre mis hombros.

No volví a pensar en ello hasta que Antonio lo mencionó.

—Me levanté a mear —dijo— y vi dos luces verdes en el comedor. Creí que habías comprado unas nuevas Led. Luego se apagaron.

Le dije que era Rex, pero no me creyó. Había algo antinatural en aquel brillo, ¿cómo explicarlo?

El perro parecía el de siempre, resoplidos, carreras y abrazos peludos. Sus ojos,  en la claridad del día, eran perfectamente normales, los de un perro de 50 kilos, acuosos, oscuros y opacos, pero en ausencia de toda luz brillaban con la melancolía de un faro.

Consulté con el veterinario. ¿Era probable que su obstinación ante el agua produjera un efecto peculiar en su visión?

El veterinario me despidió con una sonrisa condescendiente: “¿Quién ha leído el perro de los Baskerville últimamente?” Le aseguré que yo no. Insistió en que Rex estaba sano y dijo que con toda seguridad bebía de alguna fuente que desconocíamos. Sus análisis demostraban que estaba hidratado.

Luego llegó el lío de Sonia y su anuncio de boda. La casa se revolucionó. Apenas podía pensar en Rex, pero a veces me parecía que el perro nos observaba, y creía captar su aburrimiento, como si ya no nos tolerase. Otras, lo encontraba frente a la ventana, con la mirada ausente en el infinito.

Una noche escuché un ruido en la puerta y me levanté. Era de madrugada y Antonio dormía a pierna suelta. Llamé a Rex, pero no acudió a mi llamada. Para mi sorpresa, la puerta estaba abierta, a pesar de la cerradura de seguridad. No parecía forzada, como si alguien hubiera salido de casa con descuido. Me apresuré a cerrar y en el umbral distinguí las huellas húmedas de un animal.

Miré a lo lejos en la noche. Más allá de nuestra casa, el viento soplaba en la vastedad sin urbanizar.

—¿Rex? —grité.

Entonces en la distancia, a ras de suelo, atisbé dos puntos verdes, radiantes como estrellas, que tras emitir su celeste señal se sumieron de nuevo en la oscuridad.

Supe que el perro no regresaría.

Rex bebía de otra fuente.

La voz

Dijeron que el viaje me iría bien. Lo dijo Elena, ¿o fue mi instinto? Sin duda fue ella la primera que me instó a escuchar a mi voz interior. Eso fue después de las peleas y la ruptura y yo aún no distinguía bien sus gritos de aquella mi propia voz. Mi interior sonaba como ella, con tono agudo, con frases secas y admonitorias. Desde hacía diez días permanecía alerta, escuchando y… acatando. «Deja el trabajo», me despedí; «Viaja», me embarqué; «No comas esa pasta», aparté el plato en apariencia delicioso; «Mantente despierta», acumulaba ya tres noches en vela.

En ese momento, en la cubierta solo había un hombre. Estaba de espaldas a mí, asomado al mar. No era muy alto y su abrigo largo le hacía parecer más bajo. A su lado, sujetos por una única correa, reposaban dos perros: un shar pei y otro pequeño y mestizo, ligero como un zapatito.  Intuí que el desconocido estaba a punto de hacer algo perverso. La sensación de peligro era inconfundible. Según Elena, si no obedecía a mi intuición, tendría que asumir las consecuencias para siempre. Ella había tenido claro que, abandonarme sin opción de réplica, era ser coherente con el mandato de su voz. «Actúa», decía ahora la mía con el matiz duro que Elena daba a cada imperativo.

El viento agitaba las banderas, y el mar, picado y gris, se revolvía llevándonos arriba y abajo sobre nuestros pies. El hombre avanzó un paso hacia la barandilla y supe que era inminente que lanzara a los perros por la borda. ¿Por qué querría hacerlo? Eso era lo de menos. Me sitúe a su lado dispuesta a disuadirlo. Apoyé los codos en la baranda, tratando de aguantar la vertical en aquel día tan desapacible. «Buenos días», le dije, clavando mis ojos en él y marcando cada palabra con intención. El hombre, de piel oscura y mirada suave, me devolvió el saludo con un acento asiático. El Shar pei, más gordo y arrugado de la cuenta, olfateó en mi dirección y su dueño estiró de la correa mientras mis músculos se tensaban de expectación.  En un gesto rápido el hombre se inclinó hacia el perro, le dio una palmadita en la cabeza y le ofreció un trozo de pan. Después se alejó con los dos canes, desapareciendo de mi campo visual, borroso por la fatiga.

Había evitado el desastre, ¿y ahora qué? La falta de sueño, y el vaivén furioso del barco, me hicieron tambalear y caer al suelo. Mi cuerpo quería regresar al camarote, dormir tras horas de vigilia, pero la vocecita no me lo permitía. «Espera».

En ese momento vi a la mujer con el bebé. Estaban al otro lado de la cubierta. Ella lo mecía en brazos y parecía cantarle a la oreja. Mi instinto se despertó y la voz habló una vez más. Estaba agotada, pero tenía que actuar…