Terror

El terror es una llama que se agita en una noche inmóvil. Es un pasillo que más se alarga cuanto más corres. Es la mano de la oscuridad arrancándote la manta. Y la sábana corpórea que flota ante ti.

Es una silla vacía.

Ojos huecos y sonrisas falsas recortadas en una tela raída. Y un escalofrío color azul hielo.

Es tener frío junto a la estufa.

Carrie y Hellraiser en un abrazo macabro. El cuerpo mutilado de un bruto antes de ser Frankenstein y el corazón de Shirley Jackson después de explotar.

Es nadar sola, demasiado lejos.

Una sonrisa histérica que resquebraja el rostro, un aleteo de pestañas que lloran sangre. Es la contracción de todos los músculos. La soledad maridándose con silencio y vacío. Unos caramelos abandonados junto a la puerta, la trampa que espera el tierno cuello de un ratón.

Es el truco a pesar del trato.

Una exhalación contenida en la noche amordazada. Y la llama que de pronto se apaga. 👻 ¡Bú!

¿Cantidad de palabras o calidad de palabras?

La velocidad en el consumo de información nos empuja a producir contenido más deprisa. Las técnicas para aumentar el número de palabras escritas, no siempre implican un progreso en nuestra escritura.

El que no corre, vuela

Hoy en día, consumimos información a gran velocidad. Que el mundo ha cambiado es una evidencia. Lo sabemos, lo sentimos, lo disfrutamos y lo sufrimos.

El ritmo trepidante se traslada también a la rapidez con la que, como creadores, deberíamos crear el contenido. Nuevos posts, libros, tuits, stories de Instagram… Existe el imperativo de idear deprisa y sin respiro.

Hay un motivo, claro. Por un lado, permanecer al día y, por otro, mantener a nuestros seguidores atentos y motivados. De lo contrario, existe el riesgo de que mueran de inanición o, peor aún, se vayan a comer a otro lado.

Así las cosas, es difícil mantenerse al margen, a un ritmo más tranquilo y con el tiempo suficiente para, no solo digerir y procesar, sino preparar algo sustancial. Nos preguntamos si vale la pena crear con pausa y dedicación. Y no es una pregunta tonta. Lo más seguro es que aquello tan interesante y profundo que hemos escrito, quede sepultado en el alud imparable de las nuevas publicaciones. Así que, según el mandato social, es mejor ser continua y sostenidamente superficial que esporádicamente profundo.

Supongo que no hay reglas fijas y más vale atender a las sensaciones internas. Cada uno ha de encontrar el punto de cordura en el que se encuentra a gusto, estimulado y estimulante.

Conviértete en una máquina de producir palabras

En este sentido, es muy habitual encontrar métodos y libros dirigidos a escritores y a blogueros, que se enfocan en producir el máximo número de palabras posible al día (o a la hora).

La idea subyacente es que, cuantas más palabras escribes, más productivo, prolífico y competitivo eres. Con cada nuevo caracter que añades a tu casilla, estás ganándole la partida a tus pares y posicionándote mejor en tu campo.

Se da el pistoletazo de salida a una carrera imparable. ¡¡A correr!!

Así, vemos fórmulas que se podrán parecer a esta:

Se necesitan 1.000.000 palabras para conseguir la maestría en la escritura (ejem). Escribiendo 1000 palabras al día, lograrás tu objetivo en dos años y nueve meses. Pero, si escribes 5.000 palabras por día, serás un genio de la escritura en doscientos días, esto es, 6 meses y tres semanas. 

Otra regla de tres: escribiendo 2000 palabras al día, podrías escribir 14 libros de ficción al año. ¿Te imaginas cómo cambiará tu vida?

Cuestionando el mito de la cantidad

¿Pero, es eso cierto? Si escribo 1.000.000 de palabras, ¿me convertiré en Toni Morrison? ¿Si me comprometo a teclear 2000 palabras, nieve o truene, escribiré 14 libros de ficción este año?

Bueno, pues probablemente, no. Seguramente, no. Yo diría que rotundamente no. O no será a causa de la avalancha de palabras, sino por procesos de orden y discriminación que el método de la cantidad no proporciona por sí mismo.

Mejor escribir que no hacerlo, ¿no? Sí. Es cierto que acumularás experiencia, quizá desarrolles un hábito y aprendas mucho durante estas sesiones. La práctica hace al maestro, cierto.

Pero hay opciones de que, pasada la euforia inicial, ni siquiera prosigas tu vertiginosa competición contigo mismo. Es probable que te quemes en cuanto empieces a comprobar que solo escribes vaguedades o que comienzas a emplear adjetivos innecesarios solo por aumentar tu cuenta personal.

Además, entrar en la dinámica de la fiebre productiva, es un juego que nunca termina. Cuando consigas escribir 14 libros al año, no te sentirás feliz, o por un breve instante. Enseguida te marcarás el objetivo de escribir 27 el siguiente curso.

Lo que no hay que perder de vista

Yo puedo teclear (o dictar) sin parar durante una hora, pero eso no significa que lo producido tenga sentido, coherencia o belleza. 

Puedo acumular 730.000 palabras, pero eso no implica que se acomoden en 14 libros de ficción, en los que debería haber una trama, desarrollo, diseño de personajes, etc.

La productividad es un aspecto ambicionado y muy valorado por todos, quizá porque somos muy conscientes de todas las distracciones que nos acechan. Tal vez porque nos produce ansiedad tener la cabeza a mil, con tantos planes, tantos «deberías», tantos objetivos laborales y de desarrollo personal por cumplir. Y todo se convierte en una meta, una cifra, que quizá calme esa turbulencia pero que no la resuelve.

Personalmente, creo que se trata de una manera de aliviar nuestra inquietud interna y nuestra culpabilidad y de un intento de replicar y emular el propio ritmo acelerado que vemos en los demás y que nos contagia.

Escribir a lo loco no funciona

Si no hay conciencia de lo que hacemos, lo que hay es compulsión. Por mucho repetir un mantra no alcanzamos la iluminación; es preferible dedicarle 15 minutos con plena concentración y la mente totalmente enfocada.

Acumular letras sin sentido solo contribuye al ruido exterior. Decía Dorotea Brande: «La mente del hombre no es un contenedor que ser llenado, sino un fuego para ser encendido». Es decir, que el fin no ha de ser llenar todo de contenido, sino producir algo que estimule, encienda, interese o aporte.

De modo que sí, es deseable adquirir práctica y constancia y el número de palabras nos puede guiar y servir de registro claro en este sentido. Pero no debemos obsesionarnos con esto. Es preferible atender al progreso que hacemos, a lo que expresamos con nuestras palabras; a las ideas o experiencias a las que logramos dar forma. Y, ya de paso, a qué pretendemos exactamente con todo ello.

La escritora programadora

Un fábula libre y un poco loca sobre el parecido entre la escritura de ficción y la programación informática.

No es muy impresionante. La escritora programadora se parece a Jerry Lewis en El doctor chiflado. Viste camisa de cuadros y lleva gafas de pasta. Una probeta con un líquido pardo humea junto a su banco de trabajo, ¿o es un té negro con leche?

Volcada en el teclado, absorta en su pantalla, está a punto de transformarse en el bailongo seductor, Buddy Love, pero, de momento, contención. Solo la delata el movimiento de sus pies, encapsulados en zapatos masculinos con cordones. ¿Será posible?

Se diría que se divierte porque controla el mundo. ¿O será al revés? Juega y juega. Hay algo trascendente y democrático en el juego. Lo sabe el niño, que se basta y sobra con una alfombra para sentirse Aladino sobrevolando Arabia.

Aunque la tentación sea fuerte, haríamos bien en no burlarnos, pues la escritora programadora tiene acceso al universo entero y quién sabe en qué nos puede convertir, si la impertinencia asoma.
«¡Si se ríe usted señora, romperá la lavadora!»

Qué cosas tiene la vida… Antes de la conquista hípster, la soledad hubiera sido su destino, y ahora, sin embargo, es tendencia y la pretenden tres influencers escuálidas, profetisas de la vida saludable. Pero eso, como a Rhett Butler, a ella, francamente, queridas, le importa un bledo. El verde sobre negro es la razón de su existir. Le gusta, más que nada, el sonido hueco de las teclas cuando, arrebatadas, vuelven locos los cursores y cascadas de líneas fluyen sin control.

La escritora programadora anticipa y crea. Confía en la fuerza y se toma en serio su tarea, pero solo hasta cierto punto. «Nada serio nunca llegó a buen puerto», reza un post-it en el marco de su pantalla.
Aunque le mueva la pasión, esto no es un asunto privado, no, no. No es su intención escribir una autista carta de amor (¿hemos dicho ya que pasa de las influencers?). A una de las tres, eso sí, le mandará el post-it, pegado a una tableta de turrón de Xixona.

Quizá lo parece, pero no se encierra en sí misma… Ella se debe a tod@s por igual. Es capaz de liberarnos, si estamos de acuerdo. Está dispuesta a montar una revolución por nosotros y todo empieza con el parpadeo sobre la pantalla. Y entonces, acabado su trabajo, se retirará de nuevo y, si es nuestro deseo, leeremos y entonces…

Ah, entonces, en nuestra mente… Voilà!! Se desplegarán mundos, dimensiones, texturas. Habrá chihuahuas blancos, un poco peludos; plátano flambeado; trinos de mirlos negros; amoríos correspondidos y zumbidos de solitarios cargadores huérfanos enchufados a una regleta.

Vibraremos sin entender el mecanismo (ni falta que hace), la emoción nos sacudirá y cerraremos los ojos, transformados, sin saber lo que hay detrás. Sin conocer el propósito, ni el misterio, ni, mucho menos todavía, el secreto lenguaje de la escritora programadora.

¡Poca broma con Jerry Lewis!

Los guantes

Hubiera sido demasiado fácil achacar su frustración a la insatisfacción sexual, pero lo cierto es que, últimamente, cada vez que veía los guantes de terciopelo verde en el escaparate de los grandes almacenes donde trabajaba, se llenaba de rabia.

Era tan irracional como incontestable, una mezcla de indignación y disgusto, el breve despunte de un deseo que se volvía amargo antes de llegar a su conciencia.

Por si fuera poco, alguien había dispuesto los guantes separados, a cierta distancia uno del otro. El izquierdo era el que más detestaba. Le obsesionaba la contemplación de esa mano plana, flácida y sin vida, un fragmento incompleto y aislado de la totalidad. Como ella misma.

Regresó a su puesto, bajo el letrero de «Recambios Cambridge» y examinó las tijeras y las estilográficas. Atrajo hacía sí la bandeja del expositor y después la mantuvo a distancia, como si temiera que aquellas puntas pudieran atravesarla. Los destellos brillantes y cromados de las tijeras actuaban como reclamo y símbolo de todo aquel material de oficina diseñado para acabar en casa de cualquiera con ganas de gastar dinero de más.

«¿Qué más da si no encuentro pareja?», se dijo tratando de deshacerse de un incómodo pensamiento, «al menos tengo un trabajo y no paso privaciones».

Miró de reojo y le sorprendió su propia imagen proyectada en la columna espejada que separaba su expositor de la siguiente firma de papelería. Qué bonita era su chaqueta nueva. Entallaba su figura y resaltaba su cintura. El verde le sentaba muy bien y sintió crecer en su interior un chispeante orgullo que se pinchó como un globo al recordar, sin poder evitarlo, esos guantes de color trébol del escaparate.

Los que nunca tendría.

Sus manos se cerraron y sintió la ausencia que no podría llenar. «Tendré que vivir siempre con las manos desnudas».

«No es tan terrible».

«Me gusta su esmalte de uñas», dijo una clienta con los ojos fijos en el rosa pálido de sus dedos. Diez pequeños óvalos con el brillo del atardecer que escondió de inmediato en el centro de sus puños.

Ignoró el comentario. Los halagos casi siempre presagiaban alguna exigencia. La clienta, una mujer robusta y satisfecha, paseó su mirada por las tijeras.

—¿Cuánto cuestan estas?

—21, 90. Son de acero inoxidable y mango ergonómico, el color ciruela de los dedales es de edición limitada.

—Son preciosas, pero yo tengo los dedos rechonchos y estos agujeros tan pequeños… En cambio usted…

Otra vez la mirada de la mujer buscó sus manos y otra vez las escondió.

Ahora se sentía ultrajada. Esos dedos escuálidos que nadie besaba, que no eran dignos de ningún anillo. Esos apéndices inútiles que nunca sentirían el calor de unos guantes de terciopelo verde.

Dio un paso atrás y se sentó en el taburete conteniendo su rabia bajo una máscara de solicitud. Imaginó a su clienta atravesada por las tijeras y alfileteada por las estilográficas, pero ninguna imagen le procuró satisfacción. Nada la alcanzaba ya. Sus pupilas permanecieron fijas y oyó la despedida en sordina de la mujer.

«Tienen a una chica muy sosa vendiendo artículos de papelería en Cambridge», dijo la señora M. más tarde a su pareja. «Realmente no sirve para vender». Aceptó una copa de vino mientras la escena vivida horas antes se diluía en su conciencia con cada sorbito. Nunca más volvería a prestarle atención después de esa noche. «Ah, y sin embargo, pero qué manos tan bonitas tenía».

Mirar de verdad para escribir de verdad

Si te gusta escribir seguro que has escuchado lo aconsejable que es conectar con las propias memorias y vivencias. No es solo un modo de satisfacer una necesidad explicativa, también es práctico. Siempre se nos dice: «escribe de lo que conoces». Y es un buen consejo para empezar. Imaginar lo que no hemos vivido es difícil (no imposible) y lo más probable es que solo consigamos un sucedáneo falso y postizo a partir de ideas preconcebidas. En cambio, si trabajamos con lo vivido y lo contamos o empleamos para impulsarnos, algo auténtico puede emerger. 

Escribir sobre la experiencia personal es valioso, no solo porque enseña y proporciona material para trabajar y practicar, sino porque permite que aportemos al mundo nuestra visión y perspectiva, nuestra realidad. Si tod@s hiciéramos esto con honestidad y sin la necesidad de encajar o agradar, tal vez el mundo sería más diverso y rico. También si los distribuidores permitieran y se arriesgaran más con lo que publican o emiten, claro. 

Por suerte, cada vez hay menos filtros y más visibilidad de minorías, pero eso no garantiza que seamos más libres o diversas. Para contar una experiencia de modo genuino hay que observarla primero, comprenderla y traspasar lo superficial o evidente. Si nos descuidamos, caemos en el riesgo de estereotipar nuestra identidad o comunidad y sentirnos sastisfech@s por haber cumplido una cuota.

A propósito de esto, leía del filósofo Byung-Chul Han que, a pesar de lo que pueda parecer, hoy en día, vivimos en la tiranía de lo igual. Nos alimentamos de lo mismo, nos relacionamos con los de nuestro grupo, reafirmamos nuestras ideas, excluyendo lo que no es como nosotros o afín. Así creamos mundos homogéneos y exclusivos viviendo la ilusión de estar siendo auténticos y diferentes. 

Tiene sentido en un sistema tan conectado acabar siguiendo tendencias, pero ¿a qué precio? Al final, lo que escribes, lees, compartes o retuiteas (sea cual sea la red) es lo que se extiende y lo que ve definiendo el mapa del mundo, nuestra conciencia y nuestros límites. Y comprender eso es importante. 

Nosotr@s mism@s nos convertimos en clichés al hacer nuestros mundos pequeños. Por no hablar de la utilización interesada de la diferencia. La diversidad no debería ser una política de lo correcto para ganar votos de popularidad, o una manera muy descarada de vender (ay, qué ganas tengo de comprar una mascarilla con los colores del arcoíris), sino una consecuencia, una manera natural de reflejar nuestra variedad (a la vez que una modo de evidenciar nuestra semejanza última y esencial).

En todo caso, en el ámbito de la escritura, una manera de escapar de la tiranía de lo igual es alejarte del pasado y liberar tu visión. El pasado no es solo tu memoria de la niñez o de hace diez años, es un velo que cubre cada cosa que miras hoy.

Sí: hoy.

Se dice que, cuando el niño aprende la palabra árbol, deja de ver el árbol. Y así es, porque, a partir de ese momento, empieza a ver sus conceptos sobre el árbol, sus juicios y etiquetas y ya es incapaz de ver lo que tiene delante, que está vivo y es novedoso. Nos enfrentamos a un dilema aquí, pues, escribir es un modo de fijar algo que está abierto y latente, así que la operación de etiquetar y encasillar parece inevitable e inherente al acto de escribir. 

Tal vez sea así, pero siempre hay algo que se puede hacer. Lo conocido se puede abordar desde lo desconocido. Es posible ver con nueva mirada cada situación, escena, paisaje y personaje. 

Es evidente que también tenemos prejuicios enormes con nuestros personajes y los convertimos en caricaturas. Sucede porque no los conocemos bien, porque echamos mano de nuestro archivo mental y reducimos a esa persona imaginaria a unos rasgos más limitados aún de los que tendría en la vida ordinaria. Pero, ¿cómo no va a ser así si hacemos esto en cada interacción personal? Interactuamos con el otro según la visión parcial que tenemos, las ideas, los preconceptos y todo lo que guardamos en nuestro almacén sobre esa persona. Y así encarcelamos a la gente y encarcelamos a nuestros personajes. Los hacemos todos iguales porque los vemos a tod@s iguales (aunque sea dentro de categorías) y porque todas las personas nos estamos volviendo iguales.

¿Opciones? Las hay. Por ejemplo, esforzarse por mirar sin juicio ni prejuicio, más fácil de decir que de hacer, porque es un cometido que implica tomar un papel activo.

Y, sin embrago, esta ha sido una pretensión de la literatura desde siempre. Ahí tenemos los famosos ejercicios de desfamiliarización, cuyo objetivo es «ver» algo de forma novedosa y así contarlo con frescura. L@s escritor@s siempre han sabido que en la palabra y la visión está su poder creativo y que este poder se puede activar con atención y presencia. El escritor o escritora, ante todo mira de una manera intencional. 

Hacer esto de forma aplicada y consciente nos ayuda a penetrar en el alma de ese objeto (o situación) y nos permite, si nos comprometemos a empezar a observar todo así, ofrecer escenas más vivas, extraordinarias y llenas de misterio (no de suspense, del misterio de lo vivo).

Propuesta: toma un objeto de tu entorno, algo cotidiano, por ejemplo una lámpara de pie. Obsérvala como si nunca antes hubieras visto una en tu vida; como si no supieras ni de lámparas, ni de bombillas y trata de describir lo que ves. Quizá empieces por la descripción de su forma o características y seguro que después te preguntas por su función. ¿No es bastante maravilloso que apretando una parte de ese objeto se pueda disipar la oscuridad de una habitación? Déjate sorprender por el resultado de este ejercicio, el momento en que ese objeto cotidiano se convierte en algo que ves de modo distinto después de años y décadas viendo solo una insulsa lámpara.

Puedes hacer esto también con tu gato, tu hermano, una vecina… oh, qué sorpresas te esperan.

Nuevo libro: un pueblo tranquilo

En este prolífico verano, acabo de lanzar otro libro y en esta entrada os cuento alguna cosa sobre él.

¿Y cómo otro libro tan rápido? He llegado a la conclusión de que, en esto de escribir, todo se puede simplificar en algo tan sencillo como: escribe, publica, repite.

Siguiendo esta iluminación, en lugar de pensármelo tanto, avanzo y ya los libros irán contando por sí mismos el resto de la historia.

Así que allá vamos.

El referente

Un pueblo tranquilo es una historia a lo Agatha Christie, es decir: un policiaco agradable, de esos que no te perturban demasiado (no por su violencia, al menos) y estimulan a pensar. De hecho, la gran pregunta que siempre hay detrás de las historias detectivescas es: ¿quién lo hizo? Y eso, independientemente del género que una escriba, es magia para impulsar una narración o una lectura, porque resulta que los lectores somos muy, muy curiosos.

Agatha Christie es una autora que podría ser fácil denostar como escritora de género (esto es, literatura con ele minúscula), pero la reina del crimen sigue generando muchas adaptaciones televisivas, cinematográficas y teatrales. Sus libros son auténticos superventas casi 100 años después de que empezara a escribir. Por algo será.

En sus historias lo importante es la trama o el enigma y los personajes son funcionales, pero no es que los descuide porque, con pocas pinceladas, consigue dotarles de personalidad y viveza. No solo hace esto con los personajes centrales, como Poirot, Miss Marple o el coronel Rice, sino con cada uno de ellos. Además de su habilidad como creadora de tramas, demostraba un excelente y agudo sentido del humor, la ironía y la observación. Y ya sea en los pueblos de la campiña inglesa o en lejanos escenarios exóticos y variados, en sus libros también había perversidad, trapos sucios, pulsiones latentes y mucha ira contenida amenazando con desbordarse.

Una de las razones por las que resulta satisfactorio leer una historia suya es porque proporciona un sentido de orden y de completitud. Una y otra vez, en las historias que vemos y leemos, buscamos un principio que organice y dé sentido a la vida (tan caótica y compleja). Queremos una explicación a la violencia, un punto final a una historia abierta por un crimen. Un culpable que nos deje respirar por fin.

Además sus novelas y relatos son muy entretenidos (de nuevo, gran mérito que no hay que subestimar) y llaman a la participación del lector, al que se invita a descifrar el enigma junto al investigador. En una época previa a la interactividad y a la Web 2.0 este era un valor muy interesante que le valió legiones de fans.

¿De qué va el libro?

Inspirada en esos relatos detectivescos, mi nueva historia trata de un crimen que sucede en un pueblo encantador y bastante cerrado, en el que nunca ocurre nada malo (aparentemente). El inspector Bierzo tiene que hacer frente a una investigación que le incomoda. Acusar a sus vecinos e interrogarlos es demasiado. Claro que es mucho peor admitir que su pueblo no es tan idílico como parece o cuestionarse su propia y acomodada vida.

Pero todo el mundo tiene un ángel de la guarda y en esta ocasión, una extraña llega de fuera para ayudar al jefe de policía. Se trata de un personaje muy opuesto a él, una joven oficial de la capital, de presencia inmensa y que casi siempre exhibe una calma total. Unos ojos foráneos y un buen corazón, justo lo que Bierzo necesita.

Además de ellos dos, en Un pueblo tranquilo hay un montón de personajes. Esto me ha divertido mucho. Quería crear una red entre todos ellos y lograr por acumulación un efecto: que el lector sienta que está en una comunidad pequeña en la que, poco a poco, va conociendo a todo el mundo… Por lo menos la parte de ellos que quieren mostrar, porque, desde luego, casi todo pasa bajo la superficie.

Sobre el proceso

Una historia policíaca no es precisamente el mejor lugar para dejarse llevar y escribir a ciegas. Buena parte del éxito se basa en la construcción de la historia, que debe funcionar como un reloj suizo. No obstante, no quería tenerlo todo tan cerrado que me resultara un ejercicio tedioso. Así que seguí una técnica mixta: dirección en lo fundamental, libertad en el resto.

Al principio no sabía bien a dónde iba, de repente tenía esta situación inicial: una muerte durante un espectáculo teatral en directo… Ignoraba el resto, de modo que me tomé un tiempo para entender qué es lo que había ocurrido. Tuve que ir al final, por así decirlo y «ver».

Era muy importante que supiera cuál era el núcleo y el enigma que sujetaría todo el engranaje de este libro. Ideé concienzudamente sobre el papel este punto. Pensé en el cómo, en el por qué y en el quién. Miraba a todos mis personajes, ideados y apenas esbozados en ese momento, y me preguntaba, quién de vosotros ha sido???? ¡Decídmelo!

Cuando eso ya estaba claro, fue muy sencillo avanzar, siguiendo la lógica de cada personaje. Tenía que tener en cuenta cómo se relacionaba cada uno con los demás, qué subtramas surgían y que líneas se desplegaban. Aprendí a amarlos a todos, incluso a los más odiosos (y mira que son mayoría). En el caso de los protagonistas, que son el inspector Bierzo y la oficial Violeta Tap, debía permanecer atenta a sus propios problemas y necesidades.

Los temas

Casi sin proponérmelo, todos esos asuntos que me interesan, como son las relaciones entre las personas, las apariencias, el miedo al otro, los prejuicios, el aislamiento, las dinámicas madre-hijo, fueron surgiendo solos. No pretendía meterme en complejidades psicológicas, pero alguna chispa sale.

Por ejemplo, me he permitido una licencia. Aunque suene raro, yo reflexiono a menudo sobre la ficción y la importancia (o no) de esta en nuestras vidas. ¿Por qué creamos ficciones?, por qué hemos inventado las novelas, el teatro, el cine, la televisión? Yo creo que hay un juego de espejos, una necesidad explicativa de nuestra existencia, más allá de lo obvio. ¿Y qué es lo obvio? pues la historia que cuenta esa ficción particular, el argumento y la moraleja. No es que esto sea desdeñable. Qué maravillosas parábolas modernas son las novelas y los libros. Pero no son solo enseñanzas, modelos de comportamiento o muestrarios de personalidades. Eso es quedarse en la superficie.

Las ficciones también son tratados de metafísica, si atendemos a su simbolismo profundo. Parece que la existencia es como una gran juego o representación (metáfora parecida a la del sueño y que viene a poner de manifiesto la irrealidad de esta). Tenemos en ella una alegoría del papel de creadores y criaturas, de la relación con lo trascendente o simplemente de cómo somos (o parecemos ser) personajes de una misteriosa trama que se despliega sobre una pantalla y que al parecer ha sido escrita antes de nuestra participación en ella.

Enseguida nos preguntamos por cosas como, ¿entonces nuestro destino es inalterable?, ¿siempre seré un pringado? Por supuesto, las decisiones de los personajes, en cada momento, pueden alterar ese destino inicial (y en algunos casos, impedir la fatalidad). En otros, ya lo sabia Shakespeare, no hay nada que hacer.

En el libro hay un personaje especial, una autora, Aurora Mist, que me ayuda a jugar, sin pasarme de mística, con esa idea del creador/sustentador, de modo que sea una sugerencia para el lector y que a mí me permita explorar las cosas que me interesan, incluso en una historia policiaca.

Una historia universal

En Un pueblo tranquilo, no hay una trama LGTB especifica, como en otros libros míos anteriores, pero sí que hay un personaje, Violeta, que es lesbiana (bueno, estoy hablando en su nombre, ella no me ha dicho cómo se define, es lo que da a entender). Sin embargo, su identidad no está descrita por este hecho en concreto en exclusiva (al menos en esta historia en particular). Ella es mucha más cosas y ninguna de ellas. Me gusta su sencillez, su ausencia de complejidad o tortura. También su fortaleza e inocencia. Y eso es lo más importante en esta ocasión, porque las historias son icebergs, pequeñas instantáneas que dejan intuir una vida más allá… Ahí la lectora o lector participa también, evocando o uniendo los puntos. Como hacemos en la vida real.

Qué diferente es Violeta del atormentado y sensible Bierzo, un hombre que se ahoga en un vaso de agua y vive atrapado en el pueblo de sus amores (aunque eso suponga una amenaza para su vida amorosa). Me ha encantado contraponerlo con la interesante doctora Giménez (ay, la atracción irresistible de los personajes diferentes).

Estoy convencida de que, si una historia es buena o despierta interés, puede iluminar aspectos de nuestra humanidad, sea quien sea el protagonista y sea como sea. Parte de eso consiste en aceptar también las limitaciones y puntos ciegos de los personajes, sean solitarios, incapaces de emocionalidad o mezquinos. Todos hacen lo que pueden y algunos luchan por su felicidad.

Por encima de todo, y esto sí es muy importante e innegociable, está el intento de conectar con el lector/a… de conmoverle, picar su curiosidad… despertar sus ganas de pasar las páginas.

Superando resistencias y perfeccionismos

Este proyecto lo tuve guardado mucho tiempo en un cajón, porque me parecía que no estaba suficientemente bien y, mucho tiempo después, y con una visión más compasiva, me di cuenta de que era ágil, divertido, muy sólido y que merecía mucho la pena estar en el mercado. ¡Caray es que estaba muy bien! Y no, no necesitaba tantas cosas, o más bien una sola: seguir adelante y culminar.

Para mí, que sufro a veces de perfeccionismo un poco demente, conectar con cariño con esta historia me ha resultado balsámico.

La autopublicacion, de hecho, es otra manera excelente de entrenarse en controlar el perfeccionismo. Si lo haces todo tú sola (y no es la única opción, por supuesto),tarde o temprano tienes que aceptar los límites técnicos, de habilidades y capacidades y aceptar un resultado que te parezca digno. Y a veces eso solo puede ser más desafío que crear una trama compleja.

La buena noticia es que se puede. Hay que priorizar lo que es más importante para ti en cada momento. En mi caso, lo más necesario era lanzarlo, sin esperar a mejores condiciones.

Para eso fue fundamental conectar con el deseo de que este libro estuviera ahí fuera en la mejor manera posible (aceptando incluso lo que no es posible).

Ese deseo es el que de verdad impulsa hacia adelante, el que te permite escribir y continuar. Y al final este es el resultado.

Espero que lo disfrutéis y me mandéis vuestros comentarios.

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Llamada de emergencia

—Oiga, ¿es usted quien ha dado el aviso de estar atrapada en una cabina de teléfonos? —preguntó una voz al otro lado del hilo.

—¿Cómo dice? —Pestañeó dos veces y observó su salón de treinta metros cuadrados y reformado—. Se ha equivocado.

—¿Esta segura? Hemos recibido una llamada de emergencia. Podemos enviar a alguien ahora mismo.

—¡Claro que estoy segura!, ¿cómo no iba a estarlo? Yo no he llamado a nadie, ni estoy en ninguna cabina. Estoy en mi casa, tan tranquila.

Lo absurdo de la situación no merecía ni refutación. ¿Acaso se trataba de una broma?

—Bien, entonces, si no se encuentra usted atrapada, ni encerrada…

—¿Cómo quiere que se lo repita? No estoy atrapada en ningún sitio.

Como para confirmarlo con acciones, avanzó hacia la puerta de entrada, abrió y volvió a cerrar.

—De acuerdo —dijo la voz—, pero, si vuelve a tener problemas, llame de nuevo a emergencias. Le ayudaremos.

—¡¡Pero que yo no tengo ningún problema!!

Iba a decir un par de cosas más, pero, quienquiera que fuera, había colgado y la voz se extinguió.

Qué ridículo, qué rabia. Dejó el móvil en la mesa y dio unos pasos por el salón. Ella, atrapada. Sentía indignación ante las personas que se equivocaban de número y pretendían perturbar la paz ajena. ¡Qué disparate! Hacía años que no veía una cabina telefónica. ¿Existían aún?

Tuvo un recuerdo de estar metida en una de ellas, sin apenas espacio para mover los brazos, buscando un número anotado en un papel arrugado, dos monedas de cinco duros sobre la repisa. Después, acabada la llamada, enfrentada a una puerta que se mostraba demasiado terca y había que empujar en el punto exacto para que se abriera, como una boca que amagaba con morderle si no era rápida. Recordó el calor y el posterior alivio por estar fuera.

Entonces, y por primera vez desde que sonó el teléfono, pensó en la persona que habría hecho la llamada de socorro, la que estaba atrapada de verdad, en alguna parte. Se imaginó la angustia, en un espacio recalentado, viendo a los demás pasar a través del cristal, sola, esperando la liberación.

Por suerte, ese no era su problema. Accionó el aire acondicionado y se asomó a la ventana. El sol estaba en el punto más alto del firmamento, cayendo a plomo y ella se sentía a salvo en la frescura de su salón. Si abría las ventanas, entraría un viento denso de poniente, así que mejor no. Todo el mundo sabía que, en verano, la penumbra y las ventanas cerradas ayudaban a controlar la temperatura.

Su vecina pasaba en ese momento por la calle de enfrente con su bichón maltés. Hacía semanas que no hablaban. Por nada en particular, cada una tenía sus ocupaciones, lo normal… Golpeó el cristal con los nudillos y la saludó con un gesto de la mano, pero la mujer tenía la vista fija en su precioso perrito blanco y continuó caminando sin reparar en ella.

Odio mi cuello

Una tarde, merendando con mis queridas amigas y hablando sobre teatro… Pati me dijo que había leído unos relatos de Nora Ephron (la gran guionista de los ochenta, noventa) en los que hablaba de su odio a cosas (físicas y no físicas) y me propuso… ¿Podrías escribir para nosotras una escena así? Of course, dears. ¿Qué odias tú?, le pregunté. Yo, -dijo- pues igual que Nora Ephron, odio mi cuello (esa calurosa tarde llevaba un pañuelo que lo demostraba)… ¿Y tú, MJ…? (acababa de llegar toda agobiada y aún estaba sacando cosas que había comprado en la farmacia) yo… odio muchísimo mi bolso —resopló—. No lo soporto.

Ajam…

Y esa, ni más ni menos, es la génesis de la siguiente escena….

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Mujer 1 elegante, en la madurez, está sentada en una parada de autobús. A pesar de ser verano va tapada, lleva un pañuelo al cuello, gafas de sol y guantes que le cubren hasta los brazos. Tiesa y rígida como un palo.

Llega Mujer 2, más joven, acarreando un  bolso grande y pesado.

MUJER 2: Perdone, ¿La parada del 17 es aquí?

MUJER 1: Sí, sí, estará al caer, siéntese.

MUJER 2: (suspira de cansancio) Gracias. Llevo todo el día dando vueltas, no puedo más. (Se sienta, al hacerlo le da sin querer a la Mujer 1 con el bolso.) Ay, perdone.

MUJER 1: (sin perder nunca su rigidez) No se preocupe.

MUJER 2: (Peleando con su bolso.) Qué bolso más fastidioso. Es tan pesado, pero no puedo prescindir de él. (lo mira con desesperación) ¡¡No sabe cuantísimo lo odio!!

MUJER 1: (Mirando el bolso.) Pues a mí me parece bonito. Es de su estilo.

MUJER 2: (Apartándolo.) Ah, no, no cometa ese error.

MUJER 1: ¿Cuál?

MUJER 2: El de caer seducida por él. A mí también me hacía suspirar. Recuerdo como si fuera ayer el primer día que lo vi, en una tienda del centro. Me quedé sin respiración. No podía apartar mi mirada de él. Parecía que el escaparate estuviera montado solo para que él brillara y me sedujera. ¿Me entiende?

MUJER 1: Sí, creo que sí.

MUJER 2: Así que, aunque no era para nada mi tipo, piqué el anzuelo. El peor error de mi vida. Al principio fue un idilio total. Yo era feliz. Él, tan grande y generoso… no sé… me daba espacio y tanta seguridad.

MUJER 1: Conozco esa sensación.

MUJER 2: Y por eso sabrá que es adictiva, nunca tienes bastante. Cualquier cosa que yo imaginara, cabía en él. No solo esas cositas que todo el mundo lleva: las llaves, el monedero, el móvil. No, no, él me ofrecía más posibilidades. (Confidencia.) Con él yo hacía cosas impensables.

MUJER 1: ¿Ah, sí?, ¿como por ejemplo…?

MUJER 2: Pues como llevar mi ropa interior en una bolsita, siempre a mano. ¿Imagina usted el sentimiento de intimidad que eso proporciona?

MUJER 1: Imagino, sí.

MUJER 2: Y eso es solo una muestra. Además de práctica y ordenada, gracias a él podía ser muchas más cosas. Podía ser…hipocondriaca… con todas mis pastillas encima. (Saca unas pastillas.) Mire: Valium, Paracetamol, tiritas y hasta crecepelo;

MUJER 1: ¡Crecepelo!

MUJER 2: ¿Nunca ha necesitado desesperadamente crecepelo? Pero es que también podía ser artista, (Saca un pincel.) mire, mire: acuarelas, pinceles, bolillos… Podía ser intelectual (Saca un libro y se lo ofrece.) tenga: “Las meditaciones de Marco Aurelio”. O gastrónoma, fíjese: Kambucha y un tupper con delicias de mango o , ¿qué me dice de esto? (saca unas cucharitas): cinco cucharitas medidoras para las recetas en inglés.

MUJER 1: Asombroso. ¿Y qué más?

MUJER 2: Podía ser detective: mire….(Saca unos prismáticos.) para espiar a mis vecinos.

MUJER 1: ¿Y qué más, qué más?

MUJER 2: Deportista (Saca una pelota pequeña. Se la pasa.) Esto va genial para prevenir la artrosis, pruebe, pruebe. (Saca un silbato. Sopla.) Podía ser reivindicativa. O soñadora (saca un antifaz y una almohadita) y dormir a pierna suelta en cualquier rincón.

MUJER 1: Qué maravilla. Normal que cayera rendida en sus brazos.

MUJER 2: Sí, pero…. antes de él yo era libre y ligera.

MUJER 1: Madurar es aceptar las cargas de la vida y la realidad de la decrepitud.

MUJER 2: ¿Usted cree? Lo peor es que me volví extremadamente dependiente. No podía salir sin él. Sentía, no solo que me completaba, sino que yo no era nadie sin estas cosas. Pero todo idilio tiene su fin y así un buen día…

MUJER 1: ¡No me lo diga, descubrió su fondo oscuro!

MUJER 2: (Rebuscando.) Y tan oscuro! Me pasaba horas buscando las llaves de casa. ¿Sabe lo frustrante que es que te oculten las cosas?

MUJER 1: Pierdes confianza y algo deja de encajar.

MUJER 2: Sí y lo que es peor: algo empieza a pesar demasiado. Cada día unos gramos más. Vamos, que ya no puedo con mi vida por el maldito bolso. No solo estoy estresada y confundida respecto a mi identidad, es que… ¿se ha fijado en mi espalda? ¡Tengo chepa!

MUJER 1: Ah, vaya, ahora que lo dice…

MUJER 2: Me siento atada, pesada, sofocada… Por cierto, qué calor hace (Saca un abanico.) Tenga.

MUJER 1: Gracias.

MUJER 2: Quiere una viserita?

MUJER 1:: No, gracias.

MUJER 2: ¿Protector solar?

MUJER 1: No, de verdad.

MUJER 2: (Estira la espalda.) Qué bien me ha sentado hablar con usted. Pero no quisiera que se llevara una mala impresión de mí. Como le he soltado así, a las bravas, que odio mi bolso…

MUJER 1: Qué va, al contrario. Le agradezco la sinceridad. Yo también sé lo que es odiar sin medida.

MUJER 2: ¿Ah, sí? 

MUJER 1: Por supuesto.

MUJER 2: ¿Y qué odia usted?

MUJER 1: Yo odio mi cuello.

MUJER 2: ¿Su cuello?

MUJER 1: Sí, mi cuello, y a diferencia de usted con el bolsazo, yo no puedo librarme de él.

MUJER 2: ¿Y por qué odia su cuello, si puede saberse?

MUJER 1: ¿Que por qué? Pues porque me delata, me traiciona y conspira contra mí. ¿No sabe usted que el cuello de una mujer nunca miente?

MUJER 2: ¿A qué se refiere? 

MUJER 1: ¡Qué inocencia! Eso es porque es usted más joven y no se preocupa todavía, pero… (le mira el cuello), ah, sí, creo que, por desgracia, pronto lo descubrirá. 

MUJER 2: (Se toca el cuello.) ¿Qué… descubriré?

MUJER 1: Pues que por mucho que trate de estar estupenda de cara a la galería y por mucho que se esfuerce en aparentar a base de inyecciones de ácido hialurónico que acepta bien la madurez, su cuello va a ir diciendo por ahí a los cuatro vientos cosas muy feas de usted.

MUJER 2: ¿¿Qué cosas??

MUJER 1: Lo peor que se puede decir: que es usted una mujer en decadencia física. 

MUJER 2: ¡Pero oiga!

MUJER 1: Una reliquia del pasado, una vieja gloria, una uva pasa.

MUJER 2: ¿Yo una pasa?

MUJER 1: No, me refiero a mí, yo soy la uva pasa.

MUJER 2: Y la reliquia.

MUJER 1: Y la vieja gloria, sí.

MUJER 2: Ah, bueno, no exagere. Yo la veo estupenda. Es lo primero que he pensado al sentarme aquí, “qué mujer más elegante”. 

MUJER 1: ¿De verdad? bueno eso es porque tengo a mi odioso cuello a raya.

MUJER 2: También he pensado, “pero qué tapada va con el calor que hace”.

MUJER 1: Y ahora ya sabe por qué.

MUJER 2: ¿Y los guantes…?

MUJER 1: Las manos también son muy chivatas. No le digo nada de los brazos…

MUJER 2: ¿Y las gafas de sol?

MUJER 1: Los ojos. Más de lo mismo. Claro que nada que ver con el odio inveterado que le tengo a mi cuello desde que cumplí 43 y empezó a decir cosillas. La gente me miraba… y al final era como… ¡como si yo fuera un árbol y me estuvieran contando los anillos! Horrible.

MUJER 2: Entiendo. Mire, hablando de troncos, lo que sí he notado, y espero que no se moleste si soy sincera, es cierta rigidez en usted, como si … como si…

MUJER 1: ¿Como si llevara unas pinzas que sujetan mi cuello y no me dejaran moverme?

MUJER 2: Algo así, sí.

MUJER 1: Es que las llevo.

MUJER 2: ¿De verdad? ¿Y no le molesta?

MUJER 1: Mucho, muchísimo, me atormenta. 

MUJER 2: ¿Y no le gustaría ser libre?

MUJER 1: Más que nada en el mundo, ¿pero qué sugiere?

MUJER 2: (Buscando en el bolso. Saca unas tijeras de podar.) No soy quien, pero creo que podría beneficiarse de esto.

MUJER 1: ¿De verdad cree que…?

MUJER 2: Pero primero tendría que darme el pañuelo.

MUJER 1: No sé, llevo años aferrada a él…

MUJER 2: Venga, lo está deseando, como yo darle una patada a este detestable bolso.

MUJER 1: (Se quita el pañuelo con dudas.) La verdad es que sí. Pero no grite si le espanta la visión, ¿eh?

MUJER 2: Tranquila. (Mujer 2, coge el pañuelo.) Hale, muy bien, eso, deme. (Lo mete en el bolso.) Esto aquí dentro.

(Mujer 2 se levanta y se sitúa detrás de Mujer 1 con las tijeras de podar.)

MUJER 2: Y ahora… voy a cortar estas pinzas y la voy a liberar. ¿Preparada?

MUJER 1: (Cierra los ojos, aterrada.) Ay, Dios mío.

(Mujer 2 corta, se oye “Clac”, “clac”. La mujer 2 se acerca de nuevo a la mujer 1.)

MUJER 2: ¿Qué, qué tal?

MUJER 1: Pues, pues, (Mueve el cuello.) ¿De verdad no le horrorizo?

MUJER 2: Para nada. De hecho, me parece que su cuello le queda muy bien. Le aporta una serena dignidad.

MUJER 1: El caso es que me siento algo mejor. Qué raro, ¿no? Es como haberse quitado…

MUJER 2: Un peso de encima.

MUJER 1: Sí, un peso y un maldito corsé.

MUJER 2: Es como ser solamente una misma.

MUJER 1: Y qué bien sienta. Hacía años que no podía hacer esto (Gira la cabeza a un lado y otro.)… Qué maravilla. Uh, mire, por ahí veo al 17 llegando.

MUJER 2: Oiga, ¿la esperan en casa para comer?

MUJER 1: No, ¿se le ocurre algo?

MUJER 2: ¿Por qué no vamos a tomar algo juntas?, conozco un sitio al que siempre he querido ir y nunca he podido.

MUJER 1: ¿Y eso?, ¿es muy caro?

MUJER 2: No, muy estrecho. Se come en la barra y no me cabe el bolso

MUJER 1: (Quitándose las gafas y los guantes).… No se hable más. Deje ese mamotreto ahí y vayamos.

MUJER 2: Ay, sí…. (Duda.) espere, ¿puedo coger la cartera? Le aviso de que también es grandecita y bastante odiosa.

MUJER 1: (Saca una tarjeta de crédito del bolsillo.) Yo invito. Y si quiere, después podemos ir a ver un partido de tenis. (Moviendo el cuello a ambos lados.) Me encantaría ejercitarme.

(Salen las dos, dejando el bolso, y las demás cosas.

MUJER 2: Adoro el tenis. ¿Sabe que llevo una raqueta en el bolso?

MUJER 1: Increíble.

Libro nuevo y macguffins

Ayer por fin le di al botón de «publicar» de Amazon. Era algo que no sucedía desde finales de 2018, por lo que es una buena noticia.

Bien sabe cualquier autor independiente que esto de autopublicar (sin presupuesto) no es otra cosa que el arte de llevar el do it yourself hasta las últimas consecuencias. Escribe tú, edita tú, maqueta tú, diseña tú…. Lo positivo es que se puede (cada vez hay mejores herramientas) y no se precisan permisos ni aprobaciones. Lo negativo, que se pierden los filtros de calidad y -si no inviertes algo de dinero- prescindes de servicios muy profesionales y deseables que pueden llevar el libro al siguiente nivel. Pero bueno, suplo esto último con mi autoexigencia y -por lo demás- me quedo con la satisfacción de haber logrado culminar el hito en la medida de mis posibilidades.

la mujer orquesta en tares de creación de portadas

¿Por qué un libro?

Bueno, como dice alguien que conozco… más bien, ¿por qué no?

Escribí Madame Tutú y la urna funeraria en primer lugar y ante todo como un entretenimiento para mí misma. En estos meses tan densos y pesados quería sentir el soplo fresco de la ficción. Y para mí era importante reconectar con la ficción con mucha humildad y sin pretensiones.

Es lo que siempre recomiendo cuando alguien me cuenta que se siente bloqueado… Empieza sin más, diviértete un poco y ya.
Yo quería eso: volver a escribir una historia de principio a fin, crear un mundo y sus personajes.

Es cierto que ya había hecho esto con tres obras de teatro en este tiempo (que me han dado mucha satisfacción y oxígeno), pero deseaba regresar a la novela breve. La novela implica otros desafíos, no tiene limitaciones argumentales y se puede compartir con más gente.

En esta ocasión quería hacer algo del tipo de sus películas británicas: evasivo y dinámico. Me apetecía muchísimo inventar una historia con MacGuffin.

¿Y de dónde vino la idea? Hitch, always.

Como digo, la mía es ante todo una historia ligera y (espero) divertida. Como he expresado ya más de una vez, Hitchcock es uno de mis directores clásicos favoritos. Sus películas me han inspirado, entretenido, asustado, y seducido desde la infancia y forman parte de mi imaginario.

Un MacGuffin es, por así decirlo, una excusa argumental que no es lo más importante, pero permite que toda la historia avance y exista. Como ejemplos, es lo que sucede con La organización criminal “39 escalones” en 39 escalones, la melodía que es una fórmula secreta en Alarma en el expreso; El uranio en Encadenados, el abrigo y el cinturón en Inocencia y juventud; el microfilm en Con la muerte en los talones etc, etc.

Estos son los pretextos para que Hitch se despliegue y ponga en marcha su maquinaria.

¿MacQué?

Hitchcock explicaba en sus famosas conversaciones con Truffaut la historia que da origen a este gracioso nombre:

”La palabra procede de esta historia: Van dos hombres en un tren y uno de ellos le dice al otro “¿Qué es ese paquete que hay en el maletero que tiene sobre su cabeza?”. El otro contesta: “Ah, eso es un McGuffin”. El primero insiste: “¿Qué es un McGuffin?”, y su compañero de viaje le responde: “Un MacGuffin es un aparato para cazar leones en Escocia”. “Pero si en Escocia no hay leones”, le espeta el primer hombre. “Entonces eso de ahí no es un MacGuffin”, le responde el otro”.

Kiss, Kiss, bang, bang!!

Bueno, pues ese espíritu de la historia que transcurre en exteriores, con aventuras, peripecias y enredos es el que quería capturar yo. Supone un reto de creación de la trama y después de mantenerse en un código ligero, con humor, acción y ritmo.

No en vano, otra de las grandes referencias para mí ha sido el Pulp. Es un género que me encanta por estética y frescura… me gustan los toques exóticos en las historias… apellidos franceses, dragones chinos, urnas misteriosas…

Veréis que Madame Tutú es como una película, porque yo soy muy visual escribiéndo (quizá es que no lo sé hacer de otro modo). Por eso la portada también parece de una peli con fotogramas.

La premisa de mi novela es un encargo que se complica. Una misteriosa mujer con la pierna escayolada, Madame Tutú, contrata a la protagonista para que la lleve hasta Bretaña en coche a depositar las cenizas de su madre en el panteón familiar. A partir de ahí… comienza la aventura.

Me gusta pensar que a Hitchcock le hubiera divertido algo así (más aún con su humor tan negro 🙂).

¿Qué más?

En cierto modo era consciente de que estaba reinterpretando algunos temas de Vendrá la noche (el viaje en coche, dos desconocidas, la seducción y el peligro), pero esta vez era en otro registro muy distinto, así que eso también ha sido divertido… como las variaciones musicales que te ayudan a disfrutar un tema desde distintos ángulos.

Otro de los retos (y creo que con este libro me planto) ha sido el de emplear el punto de vista limitado a un solo personaje. Escojo esto cuando quiero subrayar el misterio y que el lector acompañe en primera persona al personaje que sostiene el punto de vista (Jata). Es limitante para todos, pero también estimulante y cumple su papel (espero).

Una fuerte necesidad interior era tener localizaciones en exteriores, mucho aire libre y cero restricciones pandémicas. En mi historia, que es contemporánea, no existe ninguna emergencia sanitaria, aunque el mundo sufre las mismas desigualdades y retos que el nuestro. Simplemente, no quería ese engorroso tema en mi libro. Al fin y al cabo, se trataba de evadirme, ¿no?

En el libro, todo sucede en tres días primaverales. Partimos de Alicante y pasaremos por Navarra, Biarritz y Londres. Aire libre, luz mediterránea y atlántica y gente que no sabe qué significa la distancia social. Y por supuesto… giros, villanos y sorpresas.

He aprovechado además para meter los coches y moda retro, que me gustan tanto…. Un Mercedes rojo R107 y una autocaravana Hymer de los setenta. Mi imaginación es muy vintage.

Una de las pelis más fricochas en las que sale el R107, el giallo de Lucio Fulci Las puertas del infierno (1989)

Pues esos básicamente son los elementos de partida. A partir de aquí, ojalá la historia llegue a más gente y amplíe su resonancia. Eso ya no depende de mí y es lo bonito de escribir: el espacio imprevisible que se abre a partir de un texto dado.

Mi trabajo está hecho de momento.

Si te apetece leerlo, lo encuentras aquí.

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Encuentros en la tercera fase: lo grande y lo pequeño

Suelo escoger los temas de este blog por sensaciones o asociaciones. A veces me parece algo arbitrario, pero otras pienso que tal vez actúen como sugerencias que alguien -independientemente de mi intención- puede recoger en otro momento o latitud. Como un mensaje en una botella.

Estos días la imagen que me viene -y por tanto la elegida- corresponde a una película: Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, 1977).

Del mismo modo que me sucede con Contact, con esta película tengo mucha sintonía. Ambos filmes hablan de un intento de conexión profundo y tal vez sea parte de lo que me fascina de ellas. Contact además está llena del espíritu Carl Sagan (con todo lo apasionante que ya es eso) y Close encounters… es un ejemplo paradigmático de cómo el cine puede hacer magia.

Hay muchas cosas memorables en la película se Spielberg. Una de ellas es cómo, ayudada de una imaginería visual espectacular, logra recrear lo que podría ser un contacto real con extraterrestres. La fotografía de Vilmos Zsigmond es maravillosa y ganó con merecimiento el oscar (por cierto el único que recibió la peli de ocho nominaciones en total).

Steven Spielberg ha sabido como pocos apelar a la imaginación de pequeños y adultos (con la colaboración de la música de John Williams). A veces es fácil colgarle la etiqueta de infantil y comercial, pero su filmografía tiene mucho mérito y, sobre todo, mucho cine…

La escena de la abducción del niño Barry en Encuentros en la tercera fase es una lección de cine de principio a fin. Vale la pena verla. Es poética, terrorífica, desgarradora… todo al mismo tiempo. Un niño arrebatado a su madre (más bien seducido por el otro lado) y que prefigura lo que será unos años después Polstergeist, una película que, al margen de lo paranormal, se puede leer en clave de la maternidad.

Un anticipo del famoso “Ya están aquí”

Más allá de los efectos especiales.


Los grandes blockbusters de los setenta y ochenta fueron creados en una época de rivalidad profunda con la televisión (y el vídeo), en la que el cine se proponía como un espectáculo familiar total. Pero por encima -o por debajo- del impacto sensorial… Spielberg aporta a sus historias un toque humano que podemos pasar por alto si nos quedamos en lo grandioso.

Hoy no quiero apelar a lo más espectacular de su filmografía, sino a lo pequeño. Me encantan los momentos en que refleja relaciones padre/ hijo. Son escenas muy cotidianas en las que se revela ternura, vulnerabilidad y amor. Y eso no es habitual en la representación de las masculinadades en el cine comercial de los años setenta y ochenta.

Los suyos son héroes frágiles, sensibles y contradictorios con hijos que expresan admiración, identificación, miedo…

Pienso por ejemplo en Tiburón (Jaws, 1975). El jefe Brody es un hombre que ha huido de la violencia de Nueva York y se refugia en un pequeño pueblo costero con su familia. Solo quiere seguridad para él y los suyos pero tendrá que enfrentarse a un tiburón (que podemos ver como una metáfora del mal) que lo conecta con un miedo muy profundo y antiguo al agua. En ese sentido, en el de héroe a la fuerza, recuerda un poco al conflicto de Gary Cooper en High Noon (Solo ante el peligro).

Pues bien, en el transcurso de la peli -entre aparición y aparición del temible tiburón y todo el revuelo sanguinario que causa-, hay unas escenas con el hijo pequeño que son pura ternura. Como mejor ejemplo, un momento en que el niño imita a su padre mientras este está absorto, preocupadísimo por el terrible problema que afronta. Es muy bonita la complicidad que se va creando entre los dos sin palabras.

El drama del hombre normal.

Pero en Encuentros en la tercera fase Spielberg repite y retoma la exploración de la dinámica familiar, algo que ya había iniciado en Tiburón.

Tenemos aquí a un sencillo electricista, padre de familia, (un Richard Dreyfuss lleno de energía) que una noche presencia la aparición de unos ovnis que sacuden todo su mundo y después desaparecen.

Por supuesto, se trata de un fenómeno inesperado e incomprensible que han visto solo unas pocas personas, y que el resto -autoridades, amigos- niega. No estamos en la época en la que sacas el móvil y haces una foto de prueba (para ti y para el resto) o miras Twitter para confirmar tu historia. Aquí estamos ante algo incomunicable por fantástico y grandioso. Como podría ser también una experiencia trascendental.

El caso es que este hombre ordinario no puede olvidar lo que ha visto ni retomar su vida anterior. Necesita entender.

El protagonista está profundamente afectado por la experiencia, pero su familia solo quiere que vuelva a ser el de siempre, porque ha perdido el trabajo, porque su mujer necesita un marido y los niños un padre «normal».

Pero claro aquí tenemos también el reflejo de un hombre superado, colapsado y cuyo desmoronamiento hace tambalear a toda la familia. Un hombre que llora, que no puede describir ni expresar lo que siente y cuya familia se siente impotente y asustada ante lo que parece una locura progresiva.

Precisamente es lo que quería rescatar en mi entrada de hoy. Lo bueno y hermoso de las películas o libros se multiplica cuando podemos hacer más lecturas sobre lo que se nos plantea en el nivel más elemental o argumental. Sucede cuando nos ayudan a empatizar con un sentimiento humano o un problema real, más allá del contexto -en este caso de ciencia ficción- en el que se nos presenta.

Añado que en Encuentros en la tercera fase gozamos además del privilegio de ver a Truffaut actuando en el papel de científico. Por si no bastara tenemos la maravilla de la banda sonora con esos mensajes musicales de 5 notas tan características que envían los extraterrestres y que, 43 años después del estreno en pantalla de la película, pertenecen por derecho a la colección de tesoros de cualquier amante del cine.