Lejos de ser un añadido, la escritura es parte de la vida. Es algo que te acompaña siempre, que sirve para mejorar tu experiencia y hacerla mas clara para ti y para los demás.
Por eso mismo es muy interesante concebirla como algo vivo, y he escrito concebirla por no caer en la redundancia quizá mas clarificadora: vivir la escritura como algo vivo.
Todas las disciplinas artísticas, todo el trabajo vocacional se pueden vivir también como un camino de perfección, como un yoga personal. En el camino, en la practica, se va mostrando el desarrollo. Algo que no se puede anticipar y que, al desarrollarse, registra nuestra propia y única evolución.
Es como mirar atrás después de haber caminado mucho y estudiar nuestras huellas. Entonces podríamos decir… aquí iba descalza, aquí llevaba botas; en esta parte unos zapatos muy ligeros; este trozo del camino lo hice deprisa, este despacio; me acompañaba alguien en este; aquí parece que cojeaba y aquí me admiro de mi seguridad y firmeza. Pero absolutamente todas las pisadas han conformado el camino.
Esto mismo es lo que da pleno sentido al consejo de escribir diariamente. Nulla dies sine linea, (ni un día sin una línea) refería Plinio el viejo allá por el siglo I sobre un famoso pintor, Apeles de Colofón. Y, aunque la expresión se refería a la pintura, esta exhortación ha motivado a muchos escritores desde entonces. Porque hay una conciencia de que esto es así. Y no por un deber fastidioso, sino porque únicamente a través de la práctica se va, no solo aprendiendo y refinando, sino creando la obra y -como decíamos- el propio camino.

Tener una mejor relación con el lenguaje puede además enriquecer nuestras existencia. Esto no significa en absoluto que un intelectual tenga una vida más rica. Aquí no se trata de acumulación de conocimientos, sino del despertar de una sensibilidad. De mejorar la vision y el entendimiento. Es un proceso de dos direcciones. De dentro a fuera y de fuera a dentro.
A este propósito, leí hace poco un pasaje que ha inspirado esta reflexión. Se trata de un prólogo a la obra selecta del gran autor bengalí Rabindranath Tagore. En una etapa muy primeriza de su poesía, su escritura era sentimental, apasionada, amorosa, algo dramática y llena de «tinieblas introspectivas».
Y de pronto surge esta experiencia:
Cierta mañana se me ocurrió salir al pórtico. Justo en aquel momento empezaba el sol a apuntar por entre las frondosas copas de los árboles. Me quedé a contemplar el espectáculo, cuando, de repente, pareció como si se me cayera una especie de venda de los ojos, y el mundo entero se me reveló bañado en un resplendor maravilloso, cual si oleadas de gozo y de hermosura se hinchiesen por todas partes. Este resplandor traspasó en un momento todos los velos que la melancolía y el abatimiento habían ido acumulando sobre mi corazón, inundándolo de esa luz universal.
Obra selecta de Rabindranath Tagore. Ed.Circulo de lectores, 2000.
Traducción de Zenobia Camprubí de Jiménez; Juan Ramón Jiménez
Aunque parece un pasaje místico, y en parte lo es, lo que me interesa es que la vivencia personal también se refleja en la escritura (y la escritura permite integrarla). El autor accede a un nuevo nivel personal (transpersonal) y expresivo. Y su escritura comienza a avanzar hacia otro lugar.
Pese a que no es necesario perseguir experiencias espirituales, pues, como decía antes, nada se puede prever en la aventura vital, sí podemos comprobar cómo nuestra trayectoria va matizando la escritura -y viceversa- de una manera natural, alumbrando que están profundamente entretejidas. Lo interesante aquí es no separar las dos cosas -vida y escritura- sino verlas de modo unitario. Entonces la pregunta: ¿por qué escribes? dejará de tener sentido.