Cuando el más apartado rincón del globo haya sido técnicamente conquistado y económicamente explotado; cuando un suceso cualquiera sea rápidamente accesible en un lugar cualquiera y en un tiempo cualquiera; cuando se puedan “experimentar”, simultáneamente, el atentado a un rey en Francia y un concierto sinfónico en Tokio; cuando el tiempo solo sea rapidez, instantaneidad y simultaneidad, mientras que lo temporal entendido como acontecer histórico haya desaparecido de la existencia de todos los pueblos; cuando el boxeador rija como el gran hombre de una nación entonces, justamente entonces, volverán a atravesar todo este aquelarre, como fantasmas, las preguntas: —¿para qué?, ¿hacia dónde?, y ¿después qué?
Esto lo escribió Martin Heidegger -el filósofo más importante del siglo XX- en 1935. Y es innegable que ya estamos en ese escenario de conexión y simultaneidad, pero ¿qué efecto tiene?
A veces sucede que leo un relato justo en el momento en que una idea ya está en mi mente y esto actúa ampliando resonancias. El relato entonces me hace pensar más en esa cuestión (o de manera distinta), ilumina o simplemente levanta más incógnitas. Lo que al principio son dos procesos en paralelo se acaban superponiendo y fusionando.
Y es que, además de la cita que encabeza el post, esta semana he leído un relato de ficción llamado globalización de Suheil Kiwan en el que un hombre palestino, Abdul, necesita un trasplante de corazón urgentemente. Después de varios dilemas, le trasplantan el corazón de un chico danés, llamado Félix. Y esto lo transforma.
Se vuelve más amoroso, fanático de un equipo de fútbol danés, amante de la carne enlatada incluso fan de Eurovisión. Y esto también lo enfrenta a su familia y amigos (árabes partidarios de los movimientos de liberación, que están convencidos de que esta combinación de órganos, además de traidora, solo puede resultar en muerte). Pero Abdul no muere, sino que está más vivo que nunca. Al final, a consecuencia de un accidente de coche, acaba necesitando múltiples trasplantes y recibe una garganta francesa, un par de ojos brasileños, unos brazos ingleses -con tatuaje incluido- unas piernas estadounidenses (que lo hacen más alto) y unos riñones indios. Se convierte en un hombre globalizado.
La identidad de Abdul se pierde, o más bien se transforma. Y al final, cada vez mas extraño entre «los suyos», solo responde al nombre Abdul Félix o Félix Abdul, una mezcla de su corazón europeo y su esencia árabe. El relato es humorístico y está lleno de ironía, pero toca temas importantes como ¿qué es lo que conforma la identidad?, ¿hay partes deseables de otros países, de otros modos de vivir que podrían integrarse en uno mismo? ¿Abrazar algo de una nueva cultura es abandonar la propia? ¿Cuál de las dos es más verdadera, la de nacimiento o la de adopción? ¿Se pueden conciliar? ¿A costa de qué? ¿Cómo debería ser el corazón de un hombre árabe?

¿Bendición o maldición?
Y todo esto conduce a la gran pregunta: ¿La globalización es buena o mala? Pues yo diría que igual que la tecnología -el corazón de la globalización-. Esta es una de esas cuestiones que no se resuelve con un sí o un no, sino más bien aceptando las luces y las sombras y siendo (muy) conscientes de ellas.
Siempre he creído que la literatura debe aspirar a ser universal, pero no al coste de convertirse en un mediocre estándar (cosa muy probable en la época de la dictadura de la publicidad que diría Heidegger) una creación para un consumo medio, homogeneizado, que iguala a hombres y mujeres en el peor sentido de la palabra, que los convierte en una masa consumada y consumista y que los lleva a un pensamiento único, a un mercado único, a un modo de ser único, cerrado y totalitario.
Occidental y accidental
Creo que no debemos tampoco aceptar un canon que no reconozca que no es más que la representación de una literatura occidental y de autores masculinos, blancos, hetero, una representación de una parte del mundo, que, al interconectarse con otras, precisamente desvela estas falsas percepciones…. No hay nada de malo en esta literatura (al contrario), pero la dignificamos si la entendemos como lo que es, si no la confundimos por lo Universal y si no pretendemos que sea la vara de medir de la excelencia o -peor aún- la única explicación y visión del mundo.
La vida no tiene dueños, ni marcas registradas.
En la visibilidad y la representación de la diferencia hay riqueza y enriquecimiento. Y yo quiero un mundo diverso y solidario, variado y conectado. No quiero leer siempre la misma historia, escrita desde el mismo punto de vista y con los mismos acentos y colores.
Ni las mismas estructuras, ni las mismas palabras, ni la misma moraleja. Ni la misma identidad petrificada.
Y, si yo no soy capaz de salir de mi mundo, quiero que otr@s autor@s me abran ese mundo, aunque ponga a prueba mis ideas.
Celebro lo local, la expresión de la individualidad de las personas, sea cual sea su procedencia o su propuesta. Decía Ortega y Gasset que “yo soy yo y mis circunstancias”. Y estas circunstancias son inseparables del modo de ser y conforman lo individual. También lo explican y le dan un contexto.
La literatura tiene que abrirse a diferentes lenguajes, si es preciso a diferente gramática, a diferentes formatos y a diferentes voces. Tiene que ayudar a que la identidad no sea una carga. Incluso abrirse a una polifonía dentro de la trayectoria de una misma persona, que dé cuenta de su proceso, que sorprenda y le permita ser.
Global no es universal
Pero no hay que perder de vista lo universal (y a lo mejor habría que debatir qué es eso) porque me refiero con ese concepto a un factor que nos une por encima de cualquier diferencia: la humanidad. Es eso lo que nos hace empátic@s, abiert@s, sensibles y solidari@s. Más allá de la identidad local, está la humanidad universal.
Diversos pero iguales. Esa es la paradoja (que no lo es si se entiende que somos distintos en apariencia pero iguales en esencia).
Yo sé que esto son obviedades, pero a menudo lo más obvio es lo más infravalorado.
No me interesa una literatura tan atomizada, tan solipsista, que acabe siendo un lenguaje cerrado incomprensible para el resto.
Desconfío de la literatura que responde a etiquetas. Tal vez sea imposible en un mundo marketizado en el que el consumo manda. Pero una cosa es la necesidad o utilidad de algo en un momento dado y otra es convertirlo en creencia.
Enciende todas mis alarmas aquella escritura que solo tiene el propósito de levantar muros. Que pretende crear (en el sentido más artificial y manipulador) una historia de superioridad (o de victimismo) y excluir al resto. No me interesan las doctrinas ni, por supuesto la literatura por encargo, aunque sirva a una buena causa. Porque las buenas intenciones acaban pervirtiéndose con fines utilitarios y porque la esencia se debe reflejar sin forzarla.
Conmigo o contra mí
Yo creo que las fisuras y la falsedad de este tipo de literatura -o de discursos en general- se detectan cuando el diálogo se hace imposible y cuando los muros se hacen evidentes. Entonces salen a la luz las agendas ocultas, los prejuicios y los intereses.
Fragmentar cada espacio en un mundo de especialización, perder la integridad o la sensación del todo… Acabar siendo la orgullosa y celosa representante de una Literatura de mujeres LGTB mediterráneas nacidas en los setenta. Y que nadie sospeche que podrías funcionar muy bien con un “corazón danés”….
Prefiero una escritura que nazca de la expresión sincera y transparente de un modo de ser. Sea como sea ese modo en cada momento. Uno que no se impone, sino que se propone. En la mirada inocente, desprejuiciada y que abraza la realidad en todas sus manifestaciones hay aún pureza. Y eso tiene un valor por sí mismo. No necesita validaciones ni la aprobación de un lobby o un comité de censura.
El resto es cálculo, estrategia y repetición. Es muerte.
Creo que fue Faulkner quien dijo que una literatura atenta a las cuestiones humanas nunca pasará de moda. Quizá porque ayuda a formularse (y responder) preguntas como para qué, hacia dónde y entonces qué…